Estaba nublado así como hoy. En ese entonces, la vida parecía estar al alcance de la mano. Todo daba la impresión de ser tan breve, tan intrascendente, tan fútil; sin embargo, a mí siempre me daba la sensación de estar siendo parte de algo más poderoso, como de un plan maestro, una larga tarea a largo plazo que me involucraba tanto a mí como a los actores que a mi vida se circunscribían e incluso, que incluía a todos aquellos que conocería y había conocido. Pese a este lábil sentimiento de trascendencia, el día a día no podía ser menos glamoroso, más bien parecía la suma de días y días y semanas y meses y años de banalidades. Tendría yo, no sé, unos seis años por decir algo; era el tiempo del fin de los tiempos, eran días más bien lentos, aún así extraños; no sé si era yo simplemente o es que de verdad se podía intuir en el ambiente, en el aire incluso, algo así como el advenimiento de una nueva era, para bien o para mal, un cambio en el curso de los vientos, un giro en la senda de las mareas, la tierra empezaría a sacudirse la modorra y nos veríamos todos arrastrados en este desperezar de los destinos. Como si tal cosa fuera posible, la vida con todas sus insondables e inexpugnables manifestaciones al parecer reentraría en un proceso exponencialmente creativo y por ende, indiscriminadamente destructor. Fantasías de niño tal vez, aún así, traté siempre de ser cuidadoso en no precipitar conclusiones y sentencias ante las sensaciones no racionales que en mi pecho brotaban. Y no sólo en las mías, también las ajenas; tal vez por formación o porque así lo determinaba el sino de mi generación, me insté desde pequeño a siempre darle igual condición, en lo posible, a las percepciones emocionales, intuitivas, metafísicas y físicas. Sentía que tenía la responsabilidad de aprender de las brumas que dejó en el intelecto humano esa embriaguez por la racionalidad que primó desde la revolución cultural e industrial que dejara agónicas las manifestaciones culturales del medioevo. Mucho de lo que se pretendió ganar en ese entonces cobraría su parte no antes de trescientos años después, y en nuestros días para colmo; como si no fuera suficiente con vivir habría que sobrevivir debido a las consecuencias de un progresismo mal entendido, y si no mal entendido, al menos mal desarrollado. Bien podría pensarse que la humanidad culturalmente no estaba preparada para tanto desarrollo tecnológico, para la maquinaria de las “mejoras” y “actualizaciones” que le pasaría por encima a la noción de proceso más que de progreso. Al parecer, al igual que en el siglo XVI (según calendario gregoriano hay que precisar), nos olvidamos de las cosas que crecen y que el tiempo es tiempo porque se le tiene a la mano para utilizarlo a discreción de los hombres en beneficio de su ser y de sus congéneres; que el tiempo existe en la mente de los hombres para vivirlo, no para añorar lo que se podría haber hecho con él. Al parecer, nuestro tiempo no difiere en mayor medida de aquellos posteriores al descubrimiento que hicieren los imperios de occidente del paraíso perdido que yacía entre el Mar del Sur y el Atlántico. Cuando todo valor, toda calidad espiritual sobrevino en su nadir en nombre, paradójicamente, de un único valor, de la pretensión de un único credo, de un imperial raciocinio y de una monocromática iluminación.